Irreverente Juventud
Si me pidieran describir con tres palabras lo que es para mi la juventud, diría que es libertad, irreverencia y valentía (o estupidez, dependiendo de como se vea) La mayoría de las cosas que hacemos siendo jóvenes no las atreveríamos a hacer cuando crecemos. Yo puedo dar fe de eso.
Seguramente aquellos que ya pasaron los veinticinco años recordarán esos tiempos oscuros en que la ciudad de Barranquilla se vio acechada por un depredador que subía a sus victimas en el vehículo para abusar de ellas utilizando droga puesta en el ambientador para dormirlas.
Crecí escuchando de mis padres los mil y un peligros que que habitaban en la ciudad, y la manera de evitarlos, pero aún cuando las situaciones eran alarmantes, la juventud, preciosa e irreverente juventud terminaba por hacer lo que quería.
Para entender un poco lo que me motivó a realizar una de mis mayores imprudencias, deben saber primero que la línea de primos por parte de mi padre es sumamente corta, por eso en aquel diciembre, en que la familia tanto de padre como de madre se juntó, todas las precauciones que había escuchado terminaron en el olvido.
Eran vísperas del navidad del año 2009, las limitaciones en ese entonces para entrar a un bar, eran mucho más endebles de lo que son ahora, dos de mis primas paternas y mi hermana mayor se encontraban en mi casa, eramos un grupo hormonal que variaba entre los dieciséis hasta los veinte años y que lo único que tenían en la cabeza en esos momentos era estar al tanto de los lugares y tendencias de moda. Con eso en mente maquinamos una salida aprovechando el despiste de nuestros padres. Reunimos el dinero que pudimos y salimos con el mayor sigilo posible a la prometedora noche decembrina.
Deberíamos haber tomado un taxi, pero debido a que la recolecta no había ido tan bien, decidimos esperar un bus que nos dejara en la aclamada calle 84. Sin embargo, no fue un taxi o un bus en lo que nos subimos esa noche. Deteniéndose frente a nosotras, en lo bajo de la "loma de Campo Alegre" un automóvil Chevrolet Aveo blanco del año, bajó la ventanilla.
El hombre que nos sonreía desde el interior del carro podría estar pisando los veinticinco años, era buen mozo, con el cabello y ojos oscuros y una sonrisa ensanchada en el rostro que se volvía incluso contagiosa. De manera cordial nos preguntó si necesitábamos que nos subiera la loma o nos acercara a algún lugar. Debo darnos algo de crédito ya que nuestra reacción inicial fue rechazar la oferta. El recelo y las palabras de nuestros padres arraigadas en la mente.
Sin embargo, estaba cada vez más oscuro, la brisa fría que caracteriza nuestra ciudad en aquella época del año hacia que la espera del transporte público se hiciera menos atractiva, mientras que la alternativa continuaba frente a nuestros ojos y el sentimiento de ser inmortal propio de la juventud se interpuso a la cordura. En un parpadeo me encontré en la parte trasera del auto, en medio de mis primas. Mi hermana sentada en el asiento de copiloto. La adrenalina estaba presente, pero cuando se es joven, solemos confundir la estupidez, con valentía. Permití a mis ojos evaluar mi entorno. El auto estaba en perfecto estado, incluso conservaba el olor a nuevo. Habían varios artículos de bebé dispuestos en la parte trasera, algunos otros parecía que habían sido lanzados de manera acelerada debajo de los asientos.
Pero ese no fue el problema, no fue el descaro o la falta de vergüenza del hombre que conservando las pertenencias de su hijo en el auto, coqueteaba y subía señoritas al mismo, el verdadero problema estuvo cuando llevando una mano hacia el frente, el hombre activó el ambientador del auto. Un acto inconsciente y de seguro sin dobles intenciones más allá de mejorar el olor, pero aún así consiguió desatar el caos.
Pánico invadió mi sistema; no conseguía saber cómo actuar. Por mi mente pasaron las imágenes vistas en los noticieros y las palabras de mis padres advirtiéndome de no subir en los autos de los extraños. Ya no me sentía invencible. Muy lentamente giré mi cabeza para encontrarme con el rostro de mi prima, sus ojos abiertos y asustados, sus dedos apretando con fuerza su nariz y como si el aire no entrara por la boca, separó sus labios para pronunciar dos palabras: "No respires"
El trayecto fue un martirio, el sudor perló mi frente y la parte trasera de mi cuello pese a llevar el aire acondicionado puesto. Mantuve esperando el instante en que perdería el conocimiento, buscando la manera de salir de esa situación, mientras que el conductor, ajeno a la batalla interna que llevábamos las cuatro continuaba hablándonos como si nada.
Cuando se detuvo en nuestro destino, prácticamente corrimos fuera del auto y volvimos a respirar con tranquilidad, nuestros sentidos despejándose. La mirada intrigada y desconcertada del hombre desde el interior del vehículo y el hecho de continuar de una pieza nos hizo conscientes de nuestro error y a la vez de nuestra imprudencia. Corrimos con suerte, el conductor no era más que un mujeriego pica flor que solo buscaba ganarse el favor de alguna de nosotras, probablemente de mi hermana siendo la mayor.
Lo ocurrido no lo tomamos como algo más que un contratiempo, vimos nuestra estupidez en haber juzgado mal y no en el peligro al que nos expusimos. Esa noche bailamos, y disfrutamos de nuestra juventud hasta que los pies no dolieron. Hoy, más de diez años después somos conscientes de que pudo haber sido un abusador y que esa noche pudo haber sido nuestra ultima noche.
Ser joven no te hace invencible, que la belleza no te deslumbre y te queme las neuronas.
0 comentarios